Elia acababa de cumplir los seis años, cuando le ocurrió esta aventura con un tropezante.
Caminaba tranquila por el campo, un poco alejada de la casa de sus abuelos, cuando oyó una vocecita que gritaba asustada:
—¡Cuidado, pequeña, no vayas a pisarme...!
Al principio se sorprendió un poco, sabiendo que no podía tratarse de su prima Alba, pues se había quedado dentro de la parcela, jugando con la manguera y los pin y pon.
Miró a un lado y a otro, por si el abuelo le estaba gastando una broma. Cuando estuvo segura de que no había nadie detrás del castaño gordo que había allí cerca, se puso de rodillas y empezó a buscar entre la hierba.
Escarbó un poco en el suelo, separando piedras y ramitas secas, hasta que se dio de narices con un hombrecito pequeño que se escondía debajo de un trébol.
—Pero esto no puede ser —se dijo a sí misma Elia—, si pareces un tropezante.
—Es que soy un tropezante —le dijo el hombrecito, un poco ofendido.
—¿Y qué haces aquí, fuera de tu cuento? —le preguntó Elia, que se acordaba de haberlo hojeado esa misma mañana.
—¿Recuerdas que se te enredó el pie en una rama seca y te caíste al suelo con cuento y todo?
—Sí que me acuerdo —dijo frotándose la rodilla—. Mira que moretón tan gordo.
—Pues me salí de la página —dijo el tropezante, algo enfadado.
—Vaya, cuánto lo siento —se disculpó Elia—. Te darías un buen golpe, ¿no?
—Bueno, ya sabes que los tropezantes estamos acostumbrados —comentó quitándole importancia—. Para nosotros es algo natural.
—¿Y no te duele?
—No, no me duele —dijo haciéndose el valiente.
—Si te parece —le dijo Elia—, puedo llevarte a casa y meterte de nuevo en el cuento.
—Eso mismo iba a pedirte.
La niña lo cogió con mucho cuidado, se lo acercó para verlo mejor, hasta que estuvo a un palmo de la nariz y cuando el tropezante empezó a resoplar y a quejarse, se lo metió en el bolsillo derecho del vestido.
—¿Quieres que te ponga en el otro bolsillo? Tengo plastilina y un pequeño poni —le ofreció amablemente Elia.
—No, prefiero ir aquí con el pañuelo.
—¡Entonces, agárrate fuerte...! —dijo la pequeña echando a correr, sorteando pedruscos y ramas caídas, y evitando pisar las flores, los saltamontes, las lagartijas..., ah, y también las hormigas.
Se metió entre las higueras de Marcelino, atravesó los viñedos del padre de Juanín, cruzó el arroyo, mojándose los zapatos y salpicándose el vestido, hasta que llegó al camino de tierra que conducía a la parcela de sus abuelos.
Antes de entrar recuperó el aliento, porque no podía ni hablar; después empujó la puerta, que rebotó y estuvo a punto de darle en la nariz, y entró corriendo y gritando:
—¡¡Alba!! ¡¡Albaaaaa...!!
—¡Has perdido...! —le dijo su prima, porque estaban jugando a "no vale hablar", cuando Elia decidió darse una vuelta por el campo.
—¡No vale, cruci, cruci...! —se apresuró a decir Elia, pues esa era la contraseña que les permitía hablar sin perder.
—¡Se siente, has hablado! —le dijo Alba, soltando la manguera en el suelo y cruzándose de brazos, dando a entender que no había nada que hacer.
—Es que mira..., mira lo que traigo en el bolsillo.
Alba se acercó y se asomó con cuidado al bolsillo, por si se trataba de un sapo o una lagartija, pero como no vio nada introdujo la mano y se puso a buscar.
—¡Cuidado bruta, que lo vas a aplastar...! —gruñó Elia, dándole un manotazo.
—Pues yo solo veo un pañuelo y un roto... —se defendió Alba, metiendo el dedo por el agujero.
Elia recordó el roto del bolsillo derecho, que todavía no le habían cosido.
—¡Ahí va...! —dijo con los ojos muy abiertos, llevándose las manos a la cabeza—. ¡Si lo he perdido!
Mientras tanto, el tropezante se rascaba la oreja, pues acababa de darse un golpe con el capullo de una amapola; también resbaló al pisar una majuela y se cayó de culo en el suelo.
—Vaya día —se quejó.
Al levantarse, se golpeó de nuevo con el mismo capullo, pero esta vez no perdió el equilibrio ni nada, sólo se torció el tobillo.
—¡Uh..., uh..., uh...! —saltaba a la pata coja.
Deseando que se le pasara el dolor, se sentó en una chapa que alguien había tirado por allí, y se puso a gruñir, pensando que la niña era un desastre, porque le había dejado tirado dos veces en el mismo día. Aunque esta vez esperaba que volviese a buscarle pronto, cuando se diera cuenta del agujero que tenía en el bolsillo.
Se encontraba distraído, observando a una hormiga que empujaba un chicle camino del hormiguero y haciendo gestos y cosas de tropezantes, cuando le sobresaltó el "RISSS...RASSS..." de algo que se arrastraba detrás de él.
—¡Ay, ay, ay...! —dijo muy bajito, porque vio que una enorme culebra se le acercaba, barriendo el suelo con la barriga.
Como no se pudo esconder bajo la chapa empezó a correr, buscando a un lado y a otro alguna piedra donde ocultarse.
Pero la culebra le vio, hizo "FSSSS..." con la lengua y se dirigió veloz hacia el tropezante, pensando que nunca se había comido a un hombrecito pequeño y que ese quizás era un buen momento para empezar.
Pero al tropezante se le enredó el pie en una raíz y se coló de cabeza por una grieta del suelo.
La culebra, que de tanto mirarse la lengua hacer "FSSSS..." se había vuelto un poco bizca, pasó por encima de él sin darse cuenta, perdiéndose tras la verja de un sembrado.
—¡Uff...! —dijo desde el fondo de la grieta—. Qué bien me ha venido caerme.
Intentó salir de la grieta, pero por más que saltó no lo consiguió, porque era demasiado profunda..., y se le estaba abriendo el apetito con tanto ejercicio.
En ese momento sonó un "CRI-CRÍÍÍ..." seguido de un "RASS..." El tropezante miró por encima de su hombro y vio que una araña negra con lunares de colores, le miraba de la misma manera que la culebra.
Entonces, sin saber cómo se encontró de nuevo arriba, fuera de la grieta, corriendo como antes y con la araña detrás, haciendo "CRI-CRÍÍÍ..." con las mandíbulas.
—Cuánto está tardando la niña —refunfuñó mientras corría.
Y, cómo no, el tropezante chocó contra una bellota y rebotó, cayó sobre un junco que lo impulsó hacia un lado, yendo a colarse por un agujero redondo y negro como la tinta.
—¡Uh, uh..., ahí no me meto yo, que es el agujero del señor topo —dijo la araña parándose en seco, abriendo y cerrando sus ocho ojos.
Y rodando, rodando, el pequeño hombrecillo se alejó de la araña, de la luz y de Elia.
Cuando paró de rodar, un poco dolorido y cansado, se dijo:
—Cómo me gustaría estar dentro de mi cuento, tropezándome con mis amigos y dándome golpes en los sitios de siempre.
Aunque allí no se veía nada, sonaba a lo lejos, muy lejos, como el silbido de un tren que se acercaba deprisa, deprisa; tanto, que antes de que pudiera darse cuenta el tropezante, un terrible chirrido le dejó los oídos zumbando:
—¡¡ÑÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍ...!!
—¿Qué pasa? ¿Qué es esto? —se extrañó el señor topo, tanteando en la oscuridad— ¿Quién se ha colado en mi madriguera?
El tropezante al principio no le oyó, porque el chirrido le había dejado un poco sordo; pero como el topo insistía, tuvo que contarle lo que le había pasado con Elia, con la culebra y la araña.
—Has hecho bien colándote aquí, porque en esta madriguera no se atreverá a meterse la araña —dijo el señor topo muy orgulloso—. Oye, ¿no serás un gusano, verdad? Porque si lo fueras tendría que comerte.
—No, no, eso seguro.
—Es que no veo muy bien —se justificó el topo.
—Pues yo me he caído de un cuento... —empezó a decir el tropezante, pero el topo no le dejó seguir.
—Sí, sí, ya veo... Ahora, lo que tienes que hacer es encontrar a esa niña, Elia no se qué... —siguió hablando el señor topo—. Conozco un túnel que pasa por debajo del arroyo y que va justo hasta la puerta de su casa.
—Pero... —intentó hablar el tropezante.
—No hace falta que me des las gracias, pequeño: sube y te llevo.
El topo escarbó con las uñas el suelo, se sacudió la tierra, movió el hocico arriba y abajo, husmeando, se colocó bien las gafas y después se aclaró la garganta:
—¡¡Viajeros al treeen...!! —gritó, haciendo señas al tropezante para que se le subiera encima—. ¡UH...ÚÚÚÚÚÚÚÚH...!
Y se alejó como un tren, aullando, pitando y frenando en las curvas.
Elia corría en la dirección contraria que el topo, de vuelta al lugar dónde había perdido al tropezante. Alba la seguía a regañadientes, no muy convencida con toda esa historia.
—¡GUAU...GUAU...! —ladraba la perra de los abuelos, que se llamaba Chiqui y se había apuntado también a la excursión.
—¡Ay, ay, ay...! —se quejó Elia al torcerse el tobillo.
—¡Ay, ay, ay...! —se quejó Elia al torcerse el tobillo.
Tropecientas veces se caía Elia al cabo del día y se golpeaba en el codo, en las espinillas o en la cabeza, aunque a veces variaba para torcerse el tobillo o un dedo.
Por eso sus padres le habían regalado el libro de Los Tropezantes, y le decían medio en broma que se había escapado del cuento.
—Aquí es: en este lugar lo encontré —le dijo Elia a Alba, señalando al suelo, mirando a un lado y a otro—. Bueno, eso creo.
—Pues yo no veo nada —comentó Alba, con la cabeza inclinada mirando a las nubes.
—¡Mira que araña más gorda! ¿Tú crees que se lo habrá comido? ——preguntó Elia muy asustada.
—Las arañas no comen: primero inyectan veneno y luego chupan poco a poco lo de dentro —respondió Alba, que sabía muchas cosas de los animales.
—¡Ay, pobrecito..., con lo que tiene que doler! —a Elia le brillaron los ojos y le entraron ganas de llorar, pero como Alba sabía más cosas la tranquilizó:
—Claro, que entonces la araña estaría en su madriguera preparando la mesa... Tonta, que no sabes nada.
—¡Es verdad! —dijo Elia, pegando un saltito y torciéndose otra vez el pie.
Chiqui se mantuvo alejada de la araña, por si acaso, y como las niñas empezaron a buscar por entre las piedras, ella se puso a husmear para no ser menos.
Al cabo de un rato empezó a ladrar:
—¡GUAU...GUAU...! ¡GUAU...GUAU...!
—Parece que Chiqui ha encontrado algo —dijo Elia, corriendo hacia ella.
—¡GUAU...GUAU...!
La perra husmeaba, ladraba y corría haciendo círculos alrededor de un agujero.
Elia, que llegó antes que Alba, se puso a gritar.
—¡Es la madriguera de la araña! ¡Lo tiene dentro...!
—Ese es el agujero de un topo, ¿no ves que es muy gordo y que tiene tierra removida en la entrada? —le explicó Alba— Además, esos montículos alrededor son las toperas y en el más gordo de todos es donde tiene el nido.
—¿Si? ¡Qué bien...! —se alegró Elia—. Los topos no comen tropezantes, ¿verdad?
—Que yo sepa, no.
Entonces, Elia, se puso a gritar por el agujero:
—¡¡TROPEZANTEEEE...!! ¡¡TROPEZANTEEEE...!!
Pero el tropezante, que iba montado en el lomo del señor topo, no podía oírla con tanto "¡CHU-CU-CHU-CU-CHU-CU...!" y tanto chirrido de curvas.
Al cabo de un rato, después de mucho gritar, Alba tuvo que decirle a Elia que los abuelos estarían preocupados, con la cena ya lista y las salchichas de soja con tomate enfriándose en la mesa.
—Se lo habrá comido el topo —dijo Alba, que no podía dejar de pensar en las salchichas y quería zanjar el asunto.
—¿Tú creesss...? —preguntó Elia, y se le escaparon algunas eses por una mella que tenía.
—Si no ha sido el topo, habrá sido otro bicho —se encogió de hombros Alba, arrugando la boca.
Se estaba haciendo de noche. Los gorriones y los petirrojos charlaban de lo que le había pasado al tropezante con la culebra y la araña, pero como las niñas no les entendían se fueron hacia la casa, Elia un poco llorosa y Alba relamiéndose, "ÑAM, ÑAM...", pensando en la cena.
Cuando llegaron, el abuelo las esperaba en el porche refunfuñando y enrollando la manguera que habían dejado tirada.
—¡Esto se recoge! ¿Eh?
—Ha sido Alba —se chivó Elia.
—Es que estaba ayudando a Elia —y añadió en voz baja—: chivata.
Chiqui le dio al abuelo algunos empujones con el morro, como diciendo "jo, cuanto tiempo sin verte...", después, cogió un palo y se lo puso delante, para que se lo tirara lejos, porque sabía que eso le gustaba.
Corrió a por el palo, lo recogió y se echó sobre la hierba, agarrándolo con las patas delanteras; después se puso a lamerlo, hasta que se le fue el sabor a salchicha que la mano del abuelo había dejado.
En ese momento, una oropéndola emitió su peculiar canto:
—¡TIRI-OLIUUU...! —parecía decir, y todos menos Chiqui se rieron.
—Hale, a cenar —dijo el abuelo, empujándolas hacia dentro.
—¡¿Dónde os habíais metido?! —se oyó gritar a la abuela desde la cocina.
—Es que he ido a buscar a Elia que estaba muy lejos —dijo Alba.
—¡Mentirosa...! —se defendió Elia.
—Lavaos las manos y dejad de discutir —dijo el abuelo.
Durante la cena, Elia les contó lo del tropezante.
Alba no paraba de hacer mohines, moviendo la cabeza para todos los lados, dando a entender que ella no se lo creía.
Pero el abuelo la seguía la corriente, haciendo preguntas sobre el color del pelo y el nombre del hombrecillo.
Al cabo del rato, sin embargo, se cansó del juego y se fue a la cocina a ayudar a la abuela.
Elia y Alba no conseguían ponerse de acuerdo sobre lo que le había ocurrido al tropezante.
—Tú me dijiste que los topos no comían tropezantes —dijo Elia.
—Es que cuando tienen mucha hambre comen de todo: larvas, gusanos, insectos, tropezantes...
—Pero los tropezantes no son insectos.
—Son dibujos, y además no existen —afirmó Alba, mordisqueando una salchicha.
Después empezaron a discutir el asunto de si las arañas comían dibujos de tropezante, chupándoles la tinta de colores y el papel, cuando algo se puso a golpear en la puerta:
—¡TOC...TOC...! —las dos se miraron, incluso Chiqui, levantó las orejas.
—¿Quién será...? —preguntó Alba, dirigiéndose a la puerta.
Pero como allí no había nadie, quiso aprovechar la ocasión para asustar un poco a Elia.
—Será el fantasma del tropezante, que viene a meterse en el cuento —dijo intentando contener la risa, viendo como su prima que era un poco miedica se encogía en la silla.
Entonces, la sorprendida fue ella, porque Elia señaló hacia el suelo, volcando la lata de tomate y chillando con voz de pito:
—¡¡El tropezante, Alba, que vas a pisarlo...!!
Menuda sorpresa se llevó, cuando miró hacia abajo y se encontró al hombrecito muy serio, acompañado del topo.
El topo se colocó bien las gafas, tosió un par de veces y dijo:
—Bueno, me voy, que tengo asuntos pendientes. ¡¡Viajeros al treeen...!!
—Muchas gracias y buen viaje —se despidió el tropezante—, ha sido usted muy amable... —pero el señor topo, que en ese momento entraba a toda velocidad en su agujero, ya no le oía, con el "¡CHU-CU-CHU-CU-CHÚ...!" y el chirrido de las curvas.
Elia se puso a dar saltos alrededor de la mesa, golpeándose con alguna silla; después invitó a cenar al hombrecito, que se comió un fideo entero y un poco de la salchicha de Alba.
Durante la cena, les contó sus aventuras con la culebra y la araña, y cómo estuvo, además, a punto de ser atropellado por el señor topo.
Alba se reía, nerviosa durante toda la historia, porque no acababa de creerse que todo eso estuviera sucediendo de verdad.
—Vaya si es cierto —contaba el tropezante—, tan cierto como que me llamo Catacloc —dijo, golpeándose el codo con el plato—. Cuando se lo cuente a mis amigos no lo van a creer.
Después de un buen rato de charla, en el que el tropezante no paraba de darse codazos y golpes, la abuela decidió que ya era hora de que las niñas se acostaran:
—¡Niñas, poneos los pijamas y a la cama...! —gritó desde la cocina.
Entraron empujándose en la habitación, para ver quien era la primera que encontraba el cuento; tuvieron que buscar un buen rato hasta que por fin apareció, porque Elia colocaba las cosas de cualquier manera.
—¡Allí, mira..., debajo de la caja de acuarelas!
Abrieron el cuento y, efectivamente, en una de las páginas un grupo de tropezantes perseguía a una tarta de chocolate que parecía volar sola por el aire.
—Je, je..., debajo de la tarta debía de estar yo —se reía Catacloc—. Me encontraba en la fiesta de cumpleaños de mi primo Catacloqui y se me ocurrió esconderle la tarta, pero me descubrieron.
Desde el cuarto de baño, el abuelo les dijo que ya estaba bien, que dejaran los cuentos y apagaran la luz.
—Bueno, tengo que irme —se despidió, metiéndose de un salto en la página, tropezando con el borde del libro y colocándose debajo de la tarta.
Desde allí, les guiñó un ojo.
Pasaron a la siguiente página: allí vieron cómo tropezaba Catacloc con una banqueta, colando la tarta por una ventana de la que salió un "¡PLOF...!", rodeado de estrellitas.
Catacloqui y los tropezantes que venían detrás se cayeron también, todos encima de Catacloc; pero echaron a correr cuando apareció Trac, el tendero, con la tarta sobre la cabeza como si fuera un sombrero de fiesta.
Todos los tropezantes desaparecieron, pero a Catacloc, que se distrajo mirando a las niñas, el tendero le agarró de una oreja.
Menos mal que resbaló con la nata y Catacloc pudo escaparse, aunque con la oreja un poco más grande y colorada...
—Vamos niñas, a la cama que es tarde. Ya seguiréis mañana leyendo —el abuelo cerró el cuento, apagó la luz y les dio las buenas noches.
—Buenas noches, abuelo —dijeron las dos, acurrucándose en la cama.
Al cabo de un momento, tal vez media hora o quizás algo más, Elia no pudo evitar decirle a su prima:
—¿Ves como era verdad...? —pero Alba hacía ya un buen rato que se había quedado dormida.
(Para Elia y Alba, como siempre)
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